- Por Jorge Sanguino published by esfera pública
El término “diáspora” en relación al arte africano ha servido para entender, coleccionar, promocionar e investigar las producciones culturales de artistas africanos así como de artistas de otras regiones del mundo que sienten o expresan alguna pertenencia con el continente. El uso del término “diáspora” dentro del mundo de las artes visuales contemporáneas surgió en un corto ensayo de Stuart Hall, titulado “cultural identity and Diaspora” de 1990. El ensayo reflexiona sobre el nuevo cinema caribeño es, al final, una excelente pieza que se pregunta por la noción de identidad cultural, y la contrasta con dos posibles construcciones. A saber, una identidad cultural de la homogeneidad, un factor común que comparten los individuos que provienen del mismo origen, y, por el contrario, una identidad cultural formada desde la fragmentación, la diferencia, y que recoge el trauma histórico del esclavismo y la colonización.
No es extraño que Stuart Hill haya consolidado su reflexión sobre la identidad cultural en los años noventa. Ellos se caracterizan por el deseo de la globalización del arte y del mundo cultural, la creación de las galerías que llamamos “power houses”, David Zwirner, Hauser and Wirth, Gagosian, la expansión de bienales en el mundo entero, y la creación de herramientas financieras sutiles y poderosas con la compra y venta del arte. La globalización se enmarcaba en todos los discursos posibles. En la utopia tecnofuturistas: Acceso y democratización eran las palabras claves y el naciente internet prometía ambas cosas. En las distopías neoliberales: con la caída de la cortina de hierro el capitalismo prometía a su vez un acceso a nuevos mercados, a otras producciones culturales, y a otros consumo. Acceso era también clave para los brutales procesos de privatización de lo público, que dogmáticamente evangeliza (y lo hace hoy en día), que mientras lo físico (incluso el agua) es privatizada, podemos estar tranquilos gozando del acceso abierto e ir restringido a lo virtual para ver Netflix o comprar NFTs.
En la década de los noventa surgieron los intentos desesperados de museos e instituciones por producir exhibiciones globales, y el curador y crítico de arte europeo se vio obligado a leer textos sobre post colonialismo, y citar Edward Said cada vez que fuese posible. El impulso lo dió en 1989 la exhibición, Magiciens de la Terre en el Centro Georges Pompidou, que se enmarcaba bien en el diseño de mega exposiciones también típicas de los 90. Exhibiciones con más de 100 artistas (algunos blue chips) que respondían al diseño del mega ego de los curadores. La concentración de dinero además, permitió el budget necesario a curadores e instituciones para viajar por el mundo entero a visitar y “entrevistar” a los artistas de la periferia. No es casualidad, que sea Hans Ulrich Obrist, el curador más global de estos tiempos, de origen suizo, cuyas misiones de descubrimiento hayan sido acompañadas a su vez, con el mecenazgo de multimillonarios europeos. Viajar es costoso, en particular desde la periferia con una moneda local compitiendo por evitar en una constante devaluación.
De esa manera el museo y las instituciones europeas y norteamericanos continuaron siendo europeas y norteamericanas pero a su vez han monopolizado los discursos de y desde la alteridad. A esto hay que sumarle, que la “filtración” de talentos de la periferia al centro, ha sido solo posible en algunas situaciones porque artistas y curadores europeo/as, menos talentosos que su contraparte, fungen como mediadores entre el afuera y el centro. Son intermediarios en transacciones culturales de las cuales obtienen una buena tajada.
Sin embargo, colecciones de fotografía como la Walther Collection, y centros de investigación de arte como Savy de Berlín, la discusión por el retorno de las esculturas de bronce de Benín, e incluso colecciones privadas de algunos inversionistas hipsters, cuyo énfasis es el arte africano contemporáneo, demuestran que al arte latinoamericano le ha faltado en estas últimas décadas asegurar una mayor recepción en el centro de Europa, (con excepción de Suiza, donde organizaciones ciudadanas se han encargado de la distribución y comunicación.) El latino y la latina no existen, más que fenómenos individuales de artistas, un esfuerzo que termina siendo reducido a la idea de un mezcal después de almorzar un ceviche peruano.
Esta ausencia de una “idea” del continente más allá de la típica tendencia a la tropicalización es importante enfatizarla, en particular, cuando actualmente se registra en Alemania, así como en sus países vecinos un incremento de estudiantes de arte y de historia de arte de origen latinoamericano, (fuga de capital humano causado por el detrimento de nuestro continente). Ellos y ellas pueden configurar la recepción del arte latinoamericano en el centro de Europa, pero es importante revisar que sucedió en los años anteriores que ha causado que el latino y la latina, incluso con sus procesos costosos y legítimos como la devolución del penacho de Moctezuma, no sean ni siquiera tema de prensa ni de discusión cultural.
La mayoría de los artistas y críticos de arte que reflexionan sobre la diáspora e identidad cultural como Stuart Hall producen y divulgan sus discursos desde los centros de poder y de concentración intelectual. Igual camino es el de Okwui Enwezor, el curador más importante para la consolidación del arte africano contemporáneo, quién con 19 años de edad se traslado desde Nigeria a Nueva York y desde allí inició la publicación de una revista para arte africano contemporáneo hasta ser el curador del International Center of Photography en New York. Él y muchos otros allanaron el camino para la recepción del arte africano dentro del panorama cultural central europeo y americano.
Lo cierto es que la categoría de la diáspora resultó ser una excelente herramienta para encausar una serie de practicas culturales en relación al continente africano, y de paso, ser considerado arte diaspórico de Africa. De esa manera, Jamaica pasó a ser considerada más africana que latinoamericana, y en ese orden de lineas, también lo puede ser San Andrés y Providencia. Una translación geográfica auspiciada por la relación esquizofrenia que tiene Latinoamerica continental con el caribe, expresión del racismo excluyente que aun dentro de un mismo país no puede incluir y concebir regiones como el Chocó, el pacifico vallecaucano o el pacifico nariñense con la misma legitimidad como lo hace con otras regiones del país.
Pero si bien nuestra propia exclusión cultural de la riqueza étnica latinoamericana puede haber jugado un rol en la recepción del arte latinoamericano, es claro que aun nos falta el desarrollo de unas categorías propias para describir, analizar y concebir procesos artísticos latinoamericanos. Hasta hace muy poco tiempo, la mayoría de textos de artes creados en el continente implicaban una cita a Deleuze, o a Bourriand, o cualquier filósofo continental. Sin demeritar la calidad del pensamiento (me refiero exclusivamente a Deleuze) en particular en cuestiones de estética, ni demeritar las buenas intenciones de los autores de esos textos, (incluyéndome, modestia aparte), es imposible comprender ciertas transacciones y practicas artísticas que se originan en Latinoamérica con categorías de filosofía continental o con teorías de arte originadas por pensadores norteamericanos o europeos cuya relación con la Otredad y la “necesidad” es absolutamente diferente.
Pero, también ha faltado una apreciación del momento y de las condiciones históricas que vaya más allá del beneficio personal, del deseo por el dinero, la fama (hoy medida en likes) y el ego. Los arriba mencionados noventa, con sus privatizaciones brutales, son concomitantes con la aparición del arte mexicano como fenómeno global. Por un lado, Carlos Slim se hacia el hombre más rico del mundo, por el otro, el arte mexicano con la efigie de Gabriel Orozco y los Kuri, comenzaba a aparecer en la escena mundial. Si bien el camino de éxito del arte mexicano es tema de muchos estudios, en particular por las condiciones de la cultura política del país, existe una relación entre la concentración y la producción de dinero y la circulación de arte dentro de la esfera global.
Sin embargo, ese momento de arrastre, en el que el arte latinoamericano podía expandir su presencia en la escena internacional, terminó de manera confusa: colecciones privadas en México que muestran el mismo arte que muestran las colecciones privadas en el mundo entero, exhibiciones en museos locales que aspiran a competir con las exhibiciones de los museos de Europa. Nada más diciente de esta incongruencia entre lo necesario en Latinoamerica y lo global, observar en la exhibición del alemán Gregor Schneider en el MUAC de la ciudad universitaria de México, que las habitaciones que están concebidas para revelar la depresión y el vacío de la vida alemana, era para muchos visitantes de domingo la misma experiencia de ir a un IKEA a observar lo que no se puede comprar pero que se desea tener en casa. La lógica de la exhibición de Schneider en México es la misma lógica del neoliberalismo, que quiere dictarle a diferentes formas de vida lo que una sola y exclusiva vida debe adquirir, tener y sentir para ser vida. Al espectador mexicano le dictaba el curador, algo que le era ajeno, pero que debería sentirlo para ser considerado arte.
Mientras el deseo de los visitantes de domingo de tener algo para sus casas es tierno, no lo es en cambio, el deseo de transformarse en un individuo cultural “cosmopolita” latinoamericano, (en función de un curador, escritor, teórico, etc), construido en aceptar sin dudar la legitimidad del canon artístico y en actuar omitiendo la denuncia del funcionamiento de los sistemas de exclusión en el mundo global del arte. En esta triste historia, algunos terminaron sirviendo al interés privado de firmas especializadas en diseñar arquitecturas para la fuga de capitales y la evasión de impuestos en paraísos fiscales motivados en que el arte y coleccionar arte es la ablución contemporánea más efectiva.